Redacción.- Apenas pasadas las cuatro de la madrugada, bajo un cielo estrellado, los migrantes centroamericanos tomaron sus mochilas y se lanzaron sobre las maltrechas aceras hasta los límites del pueblo mexicano de Mapastepec.

Caminaron sin vacilar ni hablar demasiado. Su norte era Estados Unidos.

Pero su meta para el día era Pijijiapan. El pueblo, ubicado a unos 50 kilómetros de distancia, fue una parada más de un largo viaje de la caravana que ha enfurecido al presidente estadounidense Donald Trump, quien amenazó con cerrar su frontera con México y reducir la ayuda a Centroamérica.

Los niños hondureños Adonai, de 5 años, y Denzel, de 8, partieron de Mapastepec todavía adormilados. Su madre, Glenda Escobar, de 33 años, tomó la mano de su hija menor. Su amiga María, en tanto, se aferró a la camiseta de Denzel.

Nadie llevaba una linterna y los baches eran traicioneros. Sólo las luces de algún camión circulando en el carril contrario de la carretera les ayudaban a ver unos pocos metros adelante.

En cuestión de minutos, se cruzaron con un joven que yacía de espaldas mientras abrazaba su rodilla contra su pecho. Se había lastimado el tobillo con una piedra, dijo, y tenía demasiado dolor para ponerse de pie. Escobar y sus hijos pasaron de largo, siguiendo el ritmo del grupo.

Su destino final: Los Ángeles, una ciudad donde no conoce a nadie. “Es porque en mis sueños, Dios me dijo que me vaya para allá”, confesó a Reuters.

Trump, quien en su campaña para ganar las elecciones presidenciales de 2016 criticó duramente la inmigración ilegal, se ha volcado contra la caravana de cara a las parlamentarias del 6 de noviembre.

Las estimaciones sobre el tamaño de la caravana varían desde unas 3,500 personas a más de 7,000. Algunos han abandonado el viaje ante las dificultades o la posibilidad de hacer una nueva vida en México. Otros se unieron al grupo en el sur del país.

48 kilómetros al día

Escobar solía hacer ejercicio en su casa de la ciudad hondureña de San Pedro Sula, azotada por el crimen. Pero incluso los migrantes con la mejor condición física habrían batallado para cubrir unos 48 kilómetros todos los días desde que se unió a la caravana el 14 de octubre.

Si ella y sus hijos tenían suerte, algún vehículo los subía antes del inclemente calor del mediodía. Los niños vieron asombrados cómo docenas de hombres -en su mayoría jóvenes- corrían a toda velocidad tras los camiones y se trepaban, una hazaña imposible para una madre con dos pequeños.

La familia de Escobar no había comido ni bebido agua desde que los residentes de Mapastepec les dieron arroz, frijoles y huevos, unas 12 horas antes.

Esa mañana, no había nada que comer en la escuela donde habían dormido en el piso, apretados entre docenas de padres con niños pequeños.

Al menos encontraron refugio de la lluvia que en la noche empapó a cientos de personas que descansaban en las aceras.

Un comité de autonombrados representantes que vestían chaquetas verdes decide cuándo levantarse, moverse o barrer las calles que toman por una noche. La caravana acata sin chistar.

Desde Guatemala hasta el sur de México, los ciudadanos, grupos religiosos y organizaciones locales ofrecieron ayuda en casi todas las paradas y en pasos intermedios.

Desde que ingresaron a México, los migrantes recibieron asistencia de miembros de Pueblo Sin Fronteras, un grupo defensor de derechos que ha guiado caravanas por todo el país durante varios años, incluyendo la más reciente en abril.

Los dichos de Trump contra aquella caravana generaron una enorme publicidad, convenciendo a muchos que estaban decididos a abandonar Centroamérica que esa es una forma más segura de viajar. Otros han comenzado a formarse detrás del grupo de Escobar.

Buscando trabajo

A las nueve de la mañana, dos horas después del amanecer, los primeros viajantes que buscaban un aventón llegaron a Pijijiapan. Más atrás estaban los Escobar.

“Hace tantos días que caminamos”, dijo Escobar. “¿Descansamos un poco aquí?”.

Sus hijos comenzaron a pelear entre ellos, pero eso no movió a María, que se quedó dormida sobre su mochila. Escobar, tendida de espaldas, miró al cielo y relató las muchas razones que la llevaron a emigrar.

Glenda Escobar, la hija mayor en una familia de siete hermanos, abandonó la escuela y los sueños de convertirse en detective para ayudar a su madre.

Su vida dio un vuelco de 180 grados cuando cumplió 18 años, recordó. Camino al trabajo, un hombre que conocía la secuestró. Ella escapó, pero quedó embarazada de su captor, un expolicía que resultó ser miembro de Barrio-18, dijo. Esa brutal pandilla, junto con la MS-13, domina gran parte de El Salvador y Honduras.

El captor desapareció, se cree que fue asesinado, pero nadie encontró el cuerpo, relató Escobar.

La joven crió a su niña y tuvo un hijo con otro hombre. Poco después, el hombre huyó a Estados Unidos prometiendo llevarla consigo. Pero un año más tarde, su hermana le dijo que se había casado con otra persona.

Finalmente, se enamoró de un conductor de mototaxi, padre de Denzel y Adonai. Pero él comenzó a abusar de ella y los niños. Luego la obligó a dejar la casa que ella pagó con el dinero ahorrado tras años de trabajo como cocinera y costurera, dijo.

Cuando una vecina le habló de la caravana, empacó rápido una lona de plástico, ropa para los niños y algo de jabón. Escobar dejó a sus dos hijos mayores con su familia, con la esperanza de volver a buscarlos más tarde.

Los coordinadores no han dicho cuándo ni por dónde llegará la caravana a la frontera con Estados Unidos. Algunos aseguran que se fragmentará a medida que muchos se quedan en México.

Escobar y su familia se pusieron de pie. Denzel desplegó un folleto desechado que los trabajadores del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) distribuyeron.

Para contener al grupo, México ha ofrecido a los centroamericanos trabajos temporales y documentos de identificación si presentan solicitudes de asilo en el sur. Pero la mayoría ha rechazado la oferta.

“No, no”, le dijo Escobar a su hijo. “Es mejor Estados Unidos, para todo”.

Hasta la policía ayuda

Después de seis horas de caminata, Escobar comenzó a pedir un aventón.

Al frente, el capitán Aispuro, de la policía federal mexicana, pedía a los autos que se detengan para llevar a mujeres y niños de la caravana.

Sin órdenes de detener a los viajeros, Aispuro dijo que sentía el deber de ayudar. Ese día, encontró alrededor de 10 autos para madres con hijos, comentó.

Por su cuenta, Escobar consiguió un aventón. Sentados dentro de una minivan, las caras de sus familiares brillaban de gratitud.

En Pijijiapan, cientos de personas convirtieron la plaza principal en una mezcla de carnaval y campamento de refugiados. La familia se dirigió a un refugio del tamaño de un almacén, reservado para cualquier persona con niños.

Un asistente médico exprimió yodo en el pie sangrante de una mujer, la gente entraba en el baño y muchos huyeron para darse un chapuzón en un río.

A media tarde, el almacén estaba sofocado por la cantidad de gente. Escobar salió y puso su lona de plástico debajo de un árbol. Dos paradas más y abordarían ‘La Bestia’, un tren de carga que atraviesa México con dirección a Estados Unidos.

A su alrededor, los adultos se durmieron, agotados.

Pero Adonai corría por su tercera botella de agua y Denzel trepaba un árbol.