| SAN DIEGO, ESTADOS UNIDOS | 20 DE JULIO DE 2020 | FUENTE: EL UNIVERSAL | FOTO: ARCHIVO | 

Fue el 1 de abril cuando Gregory Arnold ingresó al despacho del director del centro de detención para migrantes más grande de Estados Unidos, en momentos en que el coronavirus estaba causando estragos en la instalación. Estaba esperando junto con unos otros 40 guardias para comenzar su guardia, cuando escuchó a un capitán decir que estaba prohibido usar cubrebocas.

Arnold no lo podía creer, y junto con una guardia que recientemente había dado a luz, quiso confirmarlo con el director, Christopher LaRose.
Al entrar al despacho, Arnold le comentó a LaRose que tenía 60 años y que vivía con su hijo asmático.
El director, según recuerda Arnold, le contestó: «No puede usar la máscara porque no queremos asustar a los empleados ni a los detenidos».

Arnold respondió: «Con todo respeto señor, eso es absurdo».

Afirmó que deseaba usar la máscara sanitaria y guantes y que los demás guardias deberían hacer lo mismo. Pero el director del plantel se mostró inflexible. Y en las semanas venideras, estalló en Otay Mesa el primero de varios brotes de coronavirus que afectaron a los 221 centros de detención del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés).

Se desconoce el origen del brote, pero declaraciones de empleados y detenidos retratan una serie de fallas por parte de la compañía privada que administra la instalación: escasez de cubrebocas y de artículos de limpieza, y los enfermos eran encerrados junto con los demás.

Pronto hubo brotes en otros centros de detención, y un reporte interno del Departamento de Seguridad Nacional sobre 188 centros de detención realizado en abril coincide con los datos descubiertos por The Associated Press en Otay Mesa: el 19 por ciento de los directores de las instalaciones reportaron que no tenían mascarillas estándar, el 32 por ciento no tenía cubrebocas tipo N95, y el 37 por ciento dijo que no había suficiente gel desinfectante para los detenidos.

Al igual que en una prisión, el hacinamiento es común entre los centros de detención de migrantes, si bien la diferencia es que no están acusados de ningún delito.

Los migrantes esperan allí hasta poder declarar ante un juez de inmigración sobre las razones por las cuales se les debe permitir permanecer en Estados Unidos.

Otay Mesa está en las afueras de San Diego, cerca de un terreno de almacenamiento de vehículos, una planta de electricidad, una prisión estatal y un campamento para jóvenes presos.

En promedio la población diaria de allí el año pasado ascendió a 956 detenidos, convirtiéndolo en el 11vo centro de detención más poblado de esa agencia.

La instalación chata y de dos niveles -administrada por CoreCivic Inc. y en la cual hay también reos del Servicio de Alguaciles de Estados Unidos- está rodeada por cercas metálicas coronadas por alambres afilados. Las habitaciones de dos o cuatro camas dan hacia las zonas comunes.

El 17 de marzo, el día en que San Diego limitó las reuniones públicas a 50 personas y cerró restaurantes, colegas se reunieron en una carne asada una en honor al director.

Además, una empleada reportó que, cuando pidió trapos limpios, el director le respondió que no era necesario, porque los químicos utilizados para la limpieza eran muy potentes.

Margarita Smith, una empleada del centro de detención, renunció, preocupada por las pocas medidas que se tomaban. Poco después, comenzaron los contagios.

«Después de que el primer oficial se contagió, se expandió como fuego», dijo. «Simplemente despegó después de eso».