Por 7/2/2017 | semana.com
A estos colombianos que emigraron décadas atrás a Quebec provoca traerlos de vuelta.
Hablan tres idiomas, están llenos de vida, se les siente el bienestar en su voz. Nada le critican a esta esquina de Canadá que los acogió hace décadas. Ni siquiera las gélidas temperaturas que en invierno sobrepasan los 40 grados bajo cero, razón por la cual los inmigrantes suelen ser más que bienvenidos. Los quebequenses necesitan colonizar, armar fuerza de trabajo, sacar adelante sociedades y traer jóvenes y familias que produzcan bienes y servicios en una economía sólida: abundan los recursos naturales en Quebec. Hay minerales, grandes bosques, ríos, lagos que producen energía hidroeléctrica no solo para el consumo interno, sino para exportarla.
Han logrado motivar migraciones. En el caso concreto de los latinoamericanos, representan el cinco por ciento de toda la inmigración en Canadá. En Quebec, son el 11 por ciento de todos los inmigrantes residentes. Los colombianos –26.570 según el censo de 2011– son los más numerosos después de los argelinos, los marroquíes, los franceses y los chinos. Llegaron, se quedaron. ¿Por qué estas tierras del norte les gustan tanto a los del sur?
Porque es un territorio que abraza, enseña y protege, y por encima de todo, respeta. El argentino Víctor Armony, por ejemplo, llegó en 1989 a especializarse en sociología. A la pregunta de qué hace único este lugar, tiene un recuerdo que lo explica todo. «Venía de un Buenos Aires caótico, donde las asambleas estudiantiles eran a gritos entre maoístas, derechistas, izquierdistas, pacifistas. Cuando entré al departamento de sociología de la Universidad de Montreal, vi toda una civilidad, un respeto por el procedimiento de escuchar al otro antes que hablar. No podía creer que jóvenes y progresistas mostráramos esa actitud hacia quien es diferente. Eso me indicó que estaba en un universo distinto, en una sociedad muy pacífica que busca resolver los conflictos de manera consensuada».
La historia muestra una cierta manera de hacer las cosas. En 1534 el explorador francés Jacques Cartier, iba en búsqueda de oro. Pretendía encontrarlo en Asia, pero llegó hasta aquí. Clavó una cruz de madera con tres flores de lis. Ese simbólico acto significó la llegada de Francia a este pedazo de continente. Luego, en 1608, el cartógrafo y cronista Samuel de Champlain fundó la ‘Nueva Francia‘. Lo hizo a orillas del río San Lorenzo, en un lugar que los indios llamaban kébek (estrecho).
En el siglo XVII, dos de las potencias mundiales, Francia e Inglaterra, libraron duras batallas en sus países, en sus colonias, ésta incluida. El Reino Unido tomó posesión de la Nueva Francia en 1763 cuando el rey francés Luis XV decidió lo siguiente: me quedo con Guadalupe, por su azúcar, y dejo Quebec, ese «extenso territorio de hielo sin importancia».
Los aristócratas franceses abandonaron Quebec. Londres, sin embargo –y aquí es donde se visualiza la primera semilla de cómo se forma el respeto en las sociedades humanas–, reconoció los derechos del pueblo francés en esta provincia que hoy es la más grande de Canadá: les permitieron hablar en su idioma, practicar su religión católica, usar el Derecho Romano en vez del jurisprudencial anglosajón. En 1791 la Ley Constitucional de Canadá estableció dos provincias alrededor del río Ottawa: el Alto Canadá –que es la actual provincia de Ontario, de mayoría anglófona–, y el Bajo Canadá –que es hoy la provincia de Quebec, la más grande, de mayoría francófona–.
Desde entonces, los quebequenses han luchado por mantenerse unidos. En los sesenta, y ante la exclusión económica de los francoparlantes, el primer ministro de Quebec, para ese momento Jean Lesage, lideró la que se conoció como ‘la revolución tranquila’. Propuso la nacionalización de la producción de electricidad. Creó empresas y bancas nacionales. En 1968 se logró que el francés fuera lengua cooficial junto con el inglés. Pese a que hicieron dos referendos de independencia –uno en 1980, el otro en 1995– ganó el ‘No‘. En 2006 el Parlamento canadiense reconoció a los quebequenses como «nación dentro de un Canadá unido».
Cuando se habla con los colombianos que han emigrado hasta allá sorprende lo que el país les ha brindado en oportunidades y prosperidad. Tienen educación pública gratuita, parques, bibliotecas, instalaciones deportivas, salud, generosas licencias de paternidad, subsidios en guarderías. El 41 por ciento de los migrantes colombianos son niños.
Saúl Polo, 42 años, es el primer colombiano en llegar al Parlamento quebequense pues preside el Partido Liberal de Quebec, el más antiguo de esta provincia. Su destino empezó a tejerse en la década de los setenta, cuando su padre, quien trabajaba en hoteles de Santa Marta, decidió viajar a ver qué encontraba. «En 1975 había venido a Montreal a aprender inglés. Era la efervescencia de los Juegos Olímpicos. Terminé seducido».
Saúl llegó a los 6 años. Estudió finanzas, hizo dos especializaciones, trabajó en el sector comercio hasta que empezó a ser voluntario de un grupo que se conoció como la Asociación de Profesionales colombianos. Llegó lejos. Se casó con una canadiense de origen sirio, tiene un hijo que se llama Javier. Soy «quebequense de origen colombiano», dice. ¿Seguro?, pregunto como queriendo traerlo. «Canadá nos ha permitido salir adelante».